Cada vez cuesta más encontrarse sorpresas en el panorama gastronómico madrileño. A veces porque las aperturas se realizan a bombo y platillo y ya hemos visualizado virtualmente lo que nos podremos encontrar mucho antes de ir y otras porque los nuevos espacios ofrecen una propuesta similar a otros ya existentes. En cambio, nada de eso sucede en Picones de María.
Jesús Peinado y María Meño comenzaron regentando una casa de comidas en el madrileño barrio de Tetuán. Hace tres años, se desplazaron a las cercanías de Plaza de Castilla e inauguraron Picones de María. En un principio, su oferta se basaba en desayunos y menús del día para los trabajadores cercanos. Por otra parte, tenemos a Jorge Muñoz, marido de Rebeca Peinado e hija como se imaginan de Jesús y María. Jorge ha estudiado en la Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Madrid y cocinado en Mugaritz y La Tasquita de Enfrente, dos casas a priori antagónicas, pero con puntos en común. Salió del restaurante situado en la calle Ballesta en 2018 con la idea de formarse como profesor de cocina. Pero una vez acabado el Master (setiembre 2019) y como el fuego del fogón tira mucho; Jorge junto con Jesús, María y Rebeca comienzan a pisar el acelerador para convertir a Picones de María en una espléndida casa de comidas. La suegra y el yerno comparten cocina, mientras que padre e hija se ocupan amablemente de la sala.
Su proposición gastronómica está basada totalmente en la temporada. Conforman la carta de forma diaria para ofrecer el producto en su mejor momento posible. Producto y técnica van de la mano, sin que la segunda sea invasiva, colocándose siempre detrás, pero sin que por ello exista una profunda reflexión para llevar el género a la excelencia. Al ojo del comensal, las técnicas utilizadas parecen simples, pero el trabajo detrás es arduo. La aparente y delicada sencillez da paso a degustaciones plenas de gusto y esencia. En Picones de María se trabaja de forma directa con muchos de sus productores. La atención al comensal es personalizada y en función de las preferencias rápidamente se prepara una comanda con toda la flexibilidad posible para probar diferentes pases. Se percibe que los platos se acaban a la minute y se detecta esa artesanía del instante que emociona.
Se comienza con un aperitivo a base de bisbe. Bisbe negro con aceitunas marroquíes curadas y posteriormente aliñadas en AOVE y el bisbe blanco con pepinillos encurtidos a la mostaza. El primero se compone de lengua de cerdo, cartílagos y sangre mientras que el segundo también está formado por lengua de cerdo además de partes magras y grasa. Ambos se embuten en tripa natural. El blanco resulta de elevada finura junto con una suave acidez proveniente del encurtido, mientras que el sabor del negro es más intenso y de mucho mayor fondo.
La croqueta de cecina es maravillosa. Se trabaja con leche fresca de Los Combos y se nota en el resultado final por la ligera acidez que desprende la bechamel que se balancea con el punto ahumado y salino del embutido. La cremosidad es indiscutible sin entrar en ese punto de fragilidad extrema y la croqueta se acaba de equilibrar con una pizca de pimienta verde y nuez moscada. Realmente de concurso.
La ensaladilla es armónica en todos los sentidos. Se percibe la búsqueda del perfeccionismo a partir de un plato tan tradicional y versionado. Jorge en lugar de buscar una ensaladilla que llame la atención, busca la admiración a través de la uniformidad del conjunto. La perfecta cocción de los diferentes elementos, el tamaño de cada uno de ellos, las proporciones y la suavidad y frescura de la mayonesa son las claves para alcanza una integración sobresaliente. El sabor es uniforme, nada te distrae de la consolidación gustativa que se consigue.
La comida se pone seria. Se percibe rápidamente que hay mucha cocina y talento en Picones de María. Las miradas de “¡Aquí está pasando algo!” surgen cuando se prueba la ostra en escabeche de gallina. Un mar y montaña intenso y de elevado contraste donde el yodo, la acidez y un elegante amargor disponen cada uno de su momento en el paladar. El escabeche realizado con vinagre de sake es para embotar. Imperdible.
La fritura de ortiguilla es pura orfebrería. Tanto en la mezcla de harinas (trigo, arroz y garbanzo) como en la delicadeza de la acción de freír. Los tentáculos casi se distinguen de forma individualizada. Estéticamente el resultado es bello, en la boca ciertas connotaciones dulces reducen la intensidad de la anémona. Conformando una secuencia, también nos presentan una ortiguilla con salsa de callos. Rebozada en una orly tradicional y guisada levemente en esa salsa. Ésta está tremendamente reducida, por sí sola es un espectáculo. De alguna forma tapa la potencia marina de la ortiguilla pero al mismo tiempo conforma un plato equilibrado donde la salsa es verdadera protagonista.
La frescura y la momentaneidad se representa con el huevo, angulas de monte y longaniza. Huevo cremoso, que al mismo tiempo muestra partes cuajadas y líquidas, acompañado de unas setas verdaderamente en su punto y de una longaniza con un punto tanto ahumado como de pimienta que quiebran ligeramente la degustación aportándole un toque diferencial y mayor número de matices. Naturalidad, franqueza y saber hacer al servicio de algo aparentemente sencillo que resulta palpitante al ejecutarse con tanto rigor.
El boletus pinícola laminado y salteado es una muestra de precisión. Exactitud en el corte, en la sal y pimienta, en los tiempos de cocinado, en el género. Urdimbres diferentes y suaves que junto con el sabor te transportan al bosque. Pase natural, donde la intervención es mínima pero exacta y la meditación es máxima. El boletus laminado aumenta la presencia aromática y por ende incrementa el gusto. Buenísimos. Para finalizar, la codorniz con amanita caesarea. Fíjense, la elegancia del emplatado. La seta se deposita tanto en su parte superior como en su parte inferior con un mayor grosor. Jorge recomienda que una vez la salsa se temple, la escabechemos ligeramente (con vinagre) para finaliza con un toque ligeramente ácido en la degustación. La carne de la codorniz resulta suave componiendo un plato que gusta por derecho.
En Picones de María, la carta dulce es reducida. El denominado flan-no flan es de resultado antológico. Solo leche fresca y nata. En el paladar resulta, ligero, etéreo y maleable. La gota continua de aceite deforma temporalmente la composición visualizándose la textura deseada. El aceite aporta un punto de amargor que contrasta acertadamente con el ácido proveniente de nuevo de la leche fresca. Auténtico.
Se perciben los quilates en la cocina de Picones de María. El espacio y la decoración de una de casa de comidas tradicional no augura lo que encontraremos en el plato. La sensibilidad y la precisión son la clave para alcanzar un grado de esencia, gusto y elegancia que convencen de verdad. Composiciones tan vistas como la ensaladilla y las croquetas son suficientes para percibir la búsqueda de una excelencia madura. La ortiguilla en salsa de callos, la codorniz con amanitas y la ostra escabechada son claros ejemplos de querer ir más allá proponiendo una cocina de mayor personalidad y empaque. El flan-no flan también muestra cómo salirse de lo estándar a través de la reflexión para proporcionar mayores cotas de gozo.
Se percibe mucha ilusión en Picones de María. Ganas de agradar y esa personalización posible y deseada de una casa de comidas manejable en relación a su volumen. Jorge Muñoz nos confiesa sus influencias. Por una parte, Mugaritz con su filosofía y su cercanía a la vanguardia y a la búsqueda continua de nuevas técnicas y por otra Juanjo López por su pureza y sensibilidad no solo en la búsqueda del producto sino también en cómo hacer que el comensal disfrute del género en su mayor esplendor. Sin duda, un agradable asombro en este aciago 2020.
Picones de María: ¡Qué agradable sorpresa!
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