En 1939, Pepita, viuda de Cuenllas, y abuela de Fernando Cuenllas abría una mantequería en la calle Ferraz. La calle Rosales comienza a ser espacio de importantes familias, provocando que la oferta de Cuenllas creciese en calidad. A finales de los 60, comienzan a habitar en sus vitrinas los primeros Grand Cru de Burdeos, los foies de Las Landas o los mejores quesos franceses. Cuando los 80 llegaban a su fin, Angel Cuenllas provoca tanto la ampliación de la tienda como la apertura de la barra en el local adyacente poniendo los cimientos del Cuenllas que actualmente conocemos.
Hoy en Setiembre de 2020 con Fernando Cuenllas al frente, el alma de esta casa no ha cambiado. Las chaquetas blancas de los camareros siguen estando impolutas y pareciera que brillan ante la oscuridad de la noche madrileña. La evolución de Cuenllas es lo suficientemente rápida o lenta, como para tener la sensación que la metamorfosis es inexistente. Las obras en Plaza de España y Bailén desencadenan una calle Ferraz desierta. La terraza se convierte en un oasis silencioso en el que Fernando despliega tanto su arsenal vinícola como tapas, canapés y platos de corte tradicional y notable género.
Resulta complejo rechazar un “champancito” junto con un espléndido rillete de oca antes que el resto de compañeros lleguen. Las burbujas aceleran la conversación y pronto nos encontramos en la mesa las anchoas Don Bocarte con piparras y tomate rallado. Una grata combinación en la que destacan las piparras y donde las anchoas, esa conserva tan compleja, presentan un profundo sabor y una textura mejorable, siendo la presente algo áspera.
A veces sucede que lo inesperado se encuentra en la sencillez y en una errónea creencia sobre el espacio en el que te encuentras. Para nada esperaba degustar en Cuenllas, uno de los mejores bonitos en escabeche que recuerdo. La preparación sin ser afilada estalla en el paladar. El túnido se presenta a partir de sus partes más nobles y el punto de cocción es brillante permitiendo que la jugosidad del bicho tenga una fuerte presencia. Si además se acompaña de una manzanilla pasada de los años 50, denominada los 49, procedente de la bodega García Velasco, estamos ante un momento espléndido. El entusiasmo escabechado incita a Fernando y nos hace llegar unas sardinas ligeramente rebozadas y escabechadas. Sin llegar a la nitidez sápida del bonito resultan notables.
Los canapés son emblema de la barra de Cuenllas. Resulta delictivo apostarse en ella sin caer en su tentación. Uno de los clásicos es el de anguila ahumada con huevo. El canapé me lleva a mis primeros años en Madrid, a lo no muy lejana zona de Conde Duque y a un trozo de pan tostado embadurnado con alioli, sobre el que situaban gambas de calidad mínima. El de anguila de Cuenllas resulta generoso en género, fresco en boca y equilibrado sin ser extraordinario.
Le sucede el tradicional canelón de txangurro, que pasa desapercibido por su carencia yodada y su excesiva temperatura. El steak tartar resulta académico, de innegable producto y con la cebolla en crudo incorporando una pizca de textura más crujiente. Quizás adoleciera de un ligero punto de alegría picantosa. El gozo aparece de forma inesperada cuando se puede degustar en la madrileña calle Ferraz, el chorizo de Etxebarri. Una casualidad generosa y anecdótica de Fernando Cuenllas.
La traca final salada viene protagonizada por sendos clásicos. Un antológico rabo de toro que se desprende con suma facilidad de su hueso, con una salsa sabrosa, ligera y adictiva en el moje de pan. Los callos sin llegar al nivel de antología son distinguidos y placenteros. Salsa muy bien trabada, densa y una elevada proporción de la zona estomacal frente a la pata y el morro. Cuando la tradición se ejecuta notablemente y en consonancia temporal nunca pasa de moda.
Como colofón, una reducida selección de quesos entre la que destacaba muy por encima del resto, el laureado azul procedente de Noruega Kraftkar. Tras ellos, dos tartas. La reiterada en toda carta que se precie, tarta de queso y una “lemon pie”. La primera es profunda en su gusto, con pinceladas de queso azul y una textura cremosa y ligeramente granulada resultando obligatoria para los amantes del queso. La segunda tiene trazas etéreas a partir de ese merengue y con un equilibrio superior entre la acidez del limón y el dulzor del merengue y la galleta. Adecuadísimo broche.
No me extenderé en el acompañamiento vinícola, fundamentalmente por desconocimiento. Sepan que pueden llegar tan lejos como quieran y puedan. Fernando atesora una bodega honda y especial con joyas guardadas con ilusión y una ininterrumpida búsqueda de nuevas alternativas vinícolas, sobre todo foráneas. En Cuenllas se palpa el legado. La necesidad de mantener ciertos cánones es innegociable. Con la calidad no se especula. La evolución está en la continua indagación de nuevos productos y en el aligeramiento de las recetas con el paso del tiempo. La cocina es de absoluto corte tradicional con clásicos eternos de elevado nivel como el rabo de toro, los callos o ese bonito en escabeche que en temporada resulta más que obligatorio. Otros pases pueden necesitar una revisión de la fórmula para elevar el nivel del conjunto.
Espacios que pasan de generación a generación como Cuenllas marcan la herencia gastronómica de una ciudad. En una época en la que reina lo efímero, estos establecimientos resisten el paso del tiempo apoyados en sólidas columnas vertebrales de nobleza y servicio. Cualidades que provocan la lealtad de una fiel clientela con la que han alcanzo un mutuo compromiso. El blanco nuclear de las chaquetillas es un símbolo de anhelada perpetuidad y responsabilidad.
Cuenllas: La Constante
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