De nuevo en Cantabria. Y esta vez nos vamos hasta Ramales de la Victoria, que no visitábamos desde que acudimos al desaparecido Río Asón del difunto Enrique Galarreta. Uno de los restaurantes estrellados cántabros que durante más años mantuvo su estrella Michelín, concretamente hasta la guía de 2007 coincidiendo con su cierre y que colocó a Ramales de la Victoria durante años en el mapa gastronómico nacional. Esta vez el destino es el restaurante Ronquillo. Justo en el Río Asón, comenzaría su andadura como camarero y no en cocina nuestro protagonista, David Pérez.
La historia del Ronquillo comenzaría en 1975, cuando los padres de David y Cecilia Pérez (en sala) se hicieron definitivamente con este local, después de haber compartido con sus tíos la conocida por estas tierras Fonda Jacinto.
A mediados de 2010, realizan la reforma en el local que se mantiene a día de hoy. Se reduce el espacio para el bar y se habilitan dos comedores, uno primero dedicado a raciones de corte tradicional y un segundo (donde nos acomodamos) para disfrutar de una carta más actual y de una mayor cocina de fondo. El espacio actual deja ver la pared de rocas sobre la que se asienta el restaurante como una muestra de transparencia, de tradición y actualidad.
David Perez se preparó para liderar la casa en espacios como el Tubal de Tafalla, Guggenheim antes de que se convirtiera en Nerua, Bohío de Illescas de los hermanos Rodriguez Rey y Pipero en Roma.
Comenzamos con un trío de aperitivos para abrir boca. Un suave crujiente de morcilla, pasas y foie. Una croqueta de chorizo muy agradable en su textura semilíquida y en su sabor, que solicita un mayor tamaño. Y conjugando guiso y técnica el crujiente de manitas de cerdo que nos llama la atención favorablemente; un pequeño guiso etéreo.
El primer entrante sería un tartar de gambas con berros de temporada. Plato algo fuera de lugar y tiempo. En temperatura demasiado frío para poder apreciar todo el sabor del crustáceo y no reconforta en relación a la temperatura fría del exterior.
La menestra de verduras combina diferentes urdimbres. Alcachofa plancha, helado de pimiento, crema de coliflor, crujiente de patata, brócoli, zanahoria. Una atractiva combinación con la que subimos algunos peldaños, aunque resalta mucho el contraste de temperaturas.
A continuación erizos, crema de calabaza y hongos. Sabroso de forma individual pero con cierta falta de ligazón entre todos los ingredientes que nos separa del disfrute.
A partir del siguiente pase, se genera un punto de inflexión. Una verdadera mejora anclada fundamentalmente en la sinceridad y efectividad del guiso y en una mayor plasmación de la bondad del producto. Se gana enteros también por proponer bocados más alineados con la temporada en la que nos encontramos. Las alubias con lomo de jabalí y su guiso son de elevada finura. Esa elegancia reside tanto en la legumbre como la pieza del animal que anteriormente ha sido marinada en un jugo de sus huesos y en un kimchi de fresas lo cual le aporta un interesante punto de frescor. Perfectamente podría ser un gran plato único.
Mejorando la línea descrita, el arroz con paloma torcaz y zanahoria. Textura ligeramente aldente del grano, bien trabado, gusto profundo e integrado. Probablemente el mejor plato del menú degustación. Aplausos estridentes.
El plato marino sería la merluza asada con texturas de tomate. Confitura, crujiente, crudo, acertado aderezo que sería ideal reducir en cantidad en cuanto a la primera por su aporte dulce. El pescado de muy buena calidad y gran punto, destacando el casi crujiente de la piel. Notable.
De aquí, a la reina del bosque, la becada. La primera versión, guisada a la antigua con mantequilla, zanahoria, tomillo y romero. Salsa complaciente, destacables patatas por sabor y textura y en este caso la carne del ave ligeramente fibrosa, como si costara desprenderla de sus huesos.
De mayor envergadura y potencia es la becada asada con su cabeza e interiores. Faisandage de una semana que le aporta a la pechuga un gusto hondo, de fondo casi interminable. Notas de hígado, de bosque, de queso azul. El sabor se potencia con el guiso de sus interiores y con un crujiente de patata que se rellena de los mismos. Mayor calado y mejor recuerdo para la última becada de la temporada. Guisandero.
El broche final llega con la liebre a la royal. Se conjuga con chocolate y está rellena de foie que resta cierto protagonismo a la esencia del estofado. Maduración intensa, gusto largo y hondo que se equilibra de forma dulce con el cacao. Salsa destacable. Esfuerzo en uno de esos platos que es obligada asignatura para cocineros. Relevante.
En los postres se nota dedicación y oficio. Tres pequeños pases formados por diferentes elaboraciones que tienen como guinda un gran final. Trabajosa mise en place. Comenzaríamos por una torrija de sobao con yogur, jengibre y crujiente de leche. Resalta la combinación entre el dulce, el ácido proveniente del yogur y esa cualidad limpiadora del jengibre. Acertado equilibrio.
El arroz con leche parte de su cocinado tradicional para posteriormente triturarlo y quedarse en una especie de crema. Naranja, ralladura de limón, crujiente de canela y helado de leche acompañan a la crema que se vierte para rematar el pase. Una deconstrucción del pasado con una revisión de las texturas que aportan aires de actualidad. Grato.
El broche final resalta en forma de helado de queso con granizado de manzana verde y miel. De nuevo compendio de texturas y sabores que tienen un sentido de alta armonía. Esas notas ácidas de la manzana verde se alían con el dulzor de la miel y la presencia del queso. Infalible.
Sin lugar a dudas, el restaurante Ronquillo es uno de esos establecimientos cántabros a los que hay que seguir la pista buscando hasta dónde puede llegar su evolución. Bien haría alguna guía con comenzar a mencionarlo como una referencia en sus páginas.
Resulta realmente destacable su apuesta firme por la caza en temporada, su vía guisandera, la brillantez de las salsas y ese ligazón entre ingredientes que nos encontramos en platos como las alubias con jabalí y el arroz de paloma. Es mejorable y necesita un punto de reflexión, la propuesta de entrantes sobre todo en su relación con la estación en la que nos encontramos.
Destacable el ahínco y ánimo por intentar llegar lejos, esta cualidad se palpa en las numerosas preparaciones necesitadas para aunar un menú de estas características cuando el número de manos en cocina es muy reducido. Texturas de tomate, guisos deshidratados y crujientes, gelatinas, cremas, granizados, helados. Hasta los diferentes panes se hacen en el restaurante. Un verdadero esfuerzo que resulta de justicia enmarcar. Sin duda, merece la visita y el seguimiento.
Restaurante Ronquillo: Mimbres y esfuerzo.
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