Sin duda, tenemos una joya en Madrid a la que los gastrónomos y aficionados tanto madrileños como nacionales no acaban de prestar la atención debida. El Invernadero de Rodrigo de la Calle fue proclamado a finales del año pasado el mejor restaurante vegetal del mundo, premio que otorga la organización We´re Smart Awards. Parece que este galardón en base al porcentaje de clientela nacional e internacional, está teniendo mucho más impacto en los segundos que en los primeros.
El menú denominando Vegetalia es una de mis mejores experiencias gastronómicas de lo que llevo de año. Hablamos de elegancia, sutileza y al mismo tiempo mucho sabor porque Rodrigo y Diana, su sobresaliente jefa de cocina, dotan a los vegetales de un gusto no paladeado anteriormente. Sus platos son suculentos y repletos de umami que consiguen a partir de marinados, lentas cocciones en algas, sazonados con diversas pimientas y otras técnicas; sin prácticamente utilizar la sal. El conocimiento y el tiempo como instrumentos para llevar a los vegetales a otra dimensión tanto a nivel gustativo como de textura. Se puede decir que en El Invernadero estas sensaciones acontecen desde hace mucho tiempo, pero en este año se maximizan. La pulcritud gustativa conviviendo con la extrema ligereza de cada pase hacen de El Invernadero un espacio único.
Actualmente El Invernadero abre en dos turnos de tarde-noche, 19:00 y 21:30; añadiendo los sábados y festivos un servicio de mediodía. Podemos decir que desgraciadamente Rodrigo de la Calle no acaba de ser profeta en su tierra con más de un 70% de público extranjero. Pareciera que el cliente internacional tiene una mayor sensibilidad para percibir propuestas de alta personalidad y riesgo basadas en un universo tan amplio como el vegetal. Esto me conduce a reflexionar sobre la percepción generalista del lujo gastronómico. Como si éste estuviera solo asociado a pomposos productos y a grandes etiquetas y no al talento de los cocineros para transformar los alimentos y desarrollar propuestas únicas de altísimo nivel. Personalmente me quedó con lo segundo.
Las percepciones durante una cena en el Invernadero se elevan si el lugar donde se disfruta es la barra. En ella, la interacción con los cocineros aumenta, se visualiza como se finalizan los diferentes pases y se aprende escuchando los detalles que rodean a cada plato. Además el ritmo del servicio roza la perfección y la espera entre los numerosos pases es mínima.
Comenzamos con una lámina de nabo encurtida que resulta crujiente, sabrosa y refrescante. La transformación extrema del producto como vía de generación de sorpresa. En esa misma línea, el sobresaliente tartar de remolacha con colinabo, haciendo las veces de “tortilla” en un taco. Resulta delicadísimo habiendo despojado a la remolacha de su extremo terroso para dotarla de mucho frescor. El trío de estos aperitivos finaliza con la panacotta de agua de melón, albaricoque y caviar de trucha. Un ejercicio de levedad y elegancia que alberga notas ácidas y salinas junto con sensaciones crujientes. Cuando los primeros marcan ya el gran nivel.

El pepino con emulsión de comino y especias es diferente. Se marina para luego deshidratarlo y acabarlo en el kamado. He perdido su agua y su sabor es profundo y su textura crujiente; teniendo un gusto que oscila entre tonos amargos y ligeramente picantes.

Un buen ejemplo de llevar algo sencillo a su máxima expresión es la ensalada de hoja de roble con aliño japonés. De nueva Rodrigo nos lleva a esa textura crujiente tan poco habitual en las verduras. Diana nos comenta que el crujir de las verduras se consigue a partir de marinados y secados exactos que han ido afinando a partir de numerosas pruebas. El aliño de perfil ácido y fresco que eleva el conjunto. El gazpachuelo de plancton con helado de escabeche de zanahoria a la brasa y lechuga de mar frita impresiona. Un plato ya degustado el año pasado que oscila entre lo salino y lo ácido, siendo un ejemplo de armonía y albergando además diferentes temperaturas.

Como el aguacate tatemado con salsa unagi, escabeche de pimientos verdes, aceite de huacatay y semillas de calabazas que es un abanico de sensaciones. Acidez, dulzor, sensaciones de cremosidad y tb crepitantes. Cada elemento tiene una función, nada sobra, todo aporta. En los espárragos con espuma de mantequilla noisette, aceite de hoja santa, rábano raiffort, limón y frutos secos ocurre algo similar. Pura diversidad de percepciones que conforman platos completos y al mismo tiempo equilibrados, donde las texturas se comportan como una combinación de impresiones. Por pases así, el nivel actual de la cocina de El Invernadero es sobresaliente.

La royal de guisantes alcanza ese mismo nivel con una elevadísima delicadeza gustativa. Una royal sin lácteos a partir de una yema de huevo y dos caldos, uno de verduras y garbanzos y otro de alga wakame. Las alcachofas enharinadas y fritas son de una suavidad extrema. Las acompañan de unos crujientes de alcachofa y un curry verde de espinacas. Es frecuente la composición de los pases a partir un producto principal y un fondo, caldo o escabeche. A veces, actúan como potenciadores del sabor en alianza del género principal y otras generan un contraste normalmente a partir de sensaciones frescas o ácidas.

La misma estructura en las habas al kamado con caldo de setas y trufas. La textura es magnífica. Se asan en el kamado dentro de su vaina, manteniendo todo su sabor. El caldo perfuma y ahonda en esas sensaciones terrosas de manera sutil. .También se utiliza el kamado para los esparraguines que se acompañan con una salsa a base de anacardos, levadura y pimientas. De resultado espectacular, la salsa resulta adictiva y la verdura chasqueante y con suaves tonos de brasa.
Uno de los platos que se graba en la memoria de este menú de El Invernadero es la sopa de cebolla. Ya lo hizo el año pasado, siendo para mi uno de los mejores pases del año. La cebolla se cocina en barro para extraer su “corazón”. Se utilizan sus pieles para realizar un aceite y sus partes menos nobles para un fondo de muchos quilates. La profundidad del fondo, la dulzura del alma de la cebolla, el umami del queso manchego fundido y la chispa de las pieles de la cebolleta en crudo conforman un pase inmaculado. La mejor sopa de cebolla probada nunca.

Los espárragos verdes se elevan a partir de una crema de aceituna negra y un praliné de pistacho, junto con el fruto seco rallado. Un plato de tonos amargos, ácidos y salinos y al mismo tiempo fresco y ligeramente cremoso. Como he escrito anteriormente, las texturas llaman mucho la atención. En el puerro en algas con fondo de pimiento verde, jengibre, soja y loto, la textura y la cocción son delicadísimas, de una extrema suavidad dotando al conjunto de mayor sutileza y manteniendo el sabor original del producto.

Como de costumbre, en los menús de El Invernadero, casi se finaliza con un arroz. En este caso, un arroz meloso de colmenillas que se acaba de ligar con un queso artesano manchego y semicurado procedente de la quesería Morales en Tarancón. Lo destacable es la profundidad de sabor, la soltura y el punto de grano. En El Invernadero siempre arroces impecables. El remate ocurrió con el wellington de nabo deikon. Sin duda uno de los pases más atrevidos. El nabo se marina en un caldo de setas, se rodea de espinacas y se acompaña de una demiglace de ternera. La única salsa con proteína animal de toda la experiencia. Sorprende pero sin alcanzar el nivel de algunos de los pases anteriores.

Los postres rayan también a gran altura. En común tienen su frescura, la inclusión de hierbas y flores y lo más importante su originalidad. Postres que reflejan un estilo de cocina liderado por la ligereza, el sabor y la elegancia. En primer lugar, el helado de ruibarbo, con tomates pasificados, eneldo y pétalos de rosa fritos. Refrescante, ácido, herbáceo y con permutas en las texturas sobre todo a partir de esos elementos de pulcra fritura. En el segundo, las protagonistas son unas fresas silvestres espléndidas que aparecen tanto en merengue como al natural y vienen acompañadas de un helado de shiso, de flores de sauco y de un polvo helado de coco. Tremendamente estético, muy natural y en esa línea de postres que huyen del azúcar para encontrar en la frescura y en la levedad sus máximas aliadas.

La cocina de El Invernadero en este 2025 roza la perfección. Rodrigo de la Calle y su jefa de cocina Diana Diaz utilizan las algas y las especias en fondos y marinados para elevar el gusto de las verduras, dotándolas de un umami especial, de un sabor que no se encuentra. Resulta justo alabar la figura de Diana Diaz comandando el pase en mis dos últimas visitas. Su nivel de concentración, la cantidad de platos que pasan por sus manos antes de ser servidos, la conversación que mantiene con los clientes y además junto con Rodrigo ser la responsable de la propuesta la convierten en una de las cocineras potencialmente más relevantes del país. La cocina de ambos está repleta de conocimiento y de mucho fundamento técnico para llevar a las verduras a otra dimensión.
Sin duda, la propuesta de El Invernadero es una de las interesantes de la ciudad de Madrid tanto por su nivel de exclusividad, desde una perspectiva de unicidad, como por una ejecución que nos lleva a degustar uno tras otro platos sobresalientes. Firme candidato a obtener un mayor reconocimiento en la guía roja. Entre los pases distinguidos, destacan la royal de guisantes, la sopa de cebolla, las habas con caldo de setas y trufas y los esparraguines con levadura y frutos secos. La alta cota de ligereza previamente comentada se percibe y agradece durante la digestión; aún siendo un menú largo y degustado en horario nocturno, la misma fue inmaculada.
El Invernadero 2025 : Sobresaliente
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