Y en la preciosa ciudad jienense de Baeza, se encuentra Vandelvira. El restaurante se sitúa en un convento renacentista del siglo XVI diseñado por el arquitecto Andrés de Vandelvira. El espacio está repleto de grandiosidad. En el patio se recibe al comensal con un vino andaluz y la amplitud del lugar impresiona. En la primera planta se ubica el restaurante. A la entrada, se sitúa la cocina vista, una barra de madera la medio rodea permitiendo espacio para un pequeño número de comensales, y además dos comedores de forma cuadrangular se sitúan a cada uno de los lados de la barra.
A los mandos de Vandelvira, Juan Carlos García Garrido, con solo 30 años, formado en el Basque Culinary Center, hijo de padres hosteleros y discípulo durante ocho años de Albert Adriá en algunos de sus diversos negocios. Como se decía hace unas décadas, un JASP, un joven, aunque sobradamente preparado.
Se recomienda ampliamente reservar en la barra; si no son más de tres personas. Desde ella, se respira el pase, el acabado de cada uno de las degustaciones. Una ligera sensación de tranquilidad, cocineros que ni gritan ni corren, un ambiente de cierta serenidad que abraza durante la degustación.
La madurez de Juan Carlos y de Vandelvira en su corta vida sorprenden. El menú degustación, única oferta disponible, muestra terruño y creatividad. Juan Carlos se pega al producto local utilizando ingredientes como los alcauciles, los espárragos, las aceitunas, el regaliz, las almendras, los cardillos o la perdiz. Una cocina sin estridencias, pero con raíz, sin vaivenes, pero con sabores definidos y pulcros, sin excesivos ingredientes, pero con mucha reflexión para que cada uno de ellos tenga una aportación detectable y definida. Y sobre todo en la cocina de Vandelvira se atisba personalidad y atrevimiento.
Los aperitivos giran alrededor del alcaucil, fruta del cardillo, una verdura parecida a la alcachofa, pero algo más pequeña en tamaño y con las hojas más duras que ésta. A un agua de alcaucil muy elegante, le sigue el alcaucil con rosas, suave y nítido. Un fino y reposado comienzo.
Los espárragos salvajes se acompañan de una salsa de vermut y naranja. Ligeros amargos con notas ácidas para ese gusto tan delicado del espárrago salvaje. El plato de alcachofa y aceituna refleja esos signos de identidad y valor antes comentados. A las hojas de la verdura, se le añade una sopa densa de aceituna picual junto con diversos trozos de la misma. Es como comer Jaén. Un plato profundo, amplio en boca y repleto de umami jienense que muestra hechuras y pensamiento.
De esos años con el genio pequeño de los Adriá surge el pañuelo de calamar con jamón. Este plato en Enigma se degustaba con umeboshi (encurtido de ciruela). En Vandelvira, al calamar finamente cortado, se le añade grasa líquida de jamón del Valle de los Pedroches. Una combinación realmente espectacular. Un tocino ligero y suculento de una textura con fina mordiente que embelesa. Sensaciones de ligero dulzor junto con esas notas saladas y de umami de la grasa. Realmente sobresaliente. Con los mismos ingredientes, un tartar de calamar con dashi de jamón. En este caso, menor profundidad gustativa y una mayor presencia debido a la textura del cefálopodo. Dos ingredientes, dos platos y una combinación soberbia sobre todo en ese primero bocado para recordar.
El palodú o regaliz de palo crece de forma salvaje cerca de los márgenes de los ríos. Juan Carlos lo utiliza como ingrediente secundario en una trilogía de pases. Bien para aportar un ligero dulzor que puede ser una continuación del núcleo gustativo del plato o para generar un contrapunto dulce a los sabores provenientes de otros ingredientes. El chipirón con su tinta y regaliz conduce esos tonos dulces en un plato acertado. Más elegante, me resulta el espárrago con caviar y regaliz, en la que a la verdura se le añade ese contraste dulce-salino. Se finaliza la trilogía con la acelga y beurre blanc de regaliz. Un pase atrevido, con la verdura como protagonista y acompañada de la salsa que por una parte aumenta la cremosidad del conjunto y por otra suma acidez a la terrosidad de la hoja. Sin duda, se percibe el carácter de Juan Carlos García para construir platos alrededor de ingredientes de utilización infrecuente.
En los fondos se percibe trabajo y maestría. Una muestra es la pipirrana que acompaña a un bonito extraordinario de punto, textura y corte. El caldo es transparente y gustoso y gracias a la acidez (a partir del vinagre) eleva el conjunto rematando un pase sobresaliente.
El tuétano con jugo licuado de níscalos a la brasa no llega a la expresividad anterior debido a la elevada salinidad del jugo licuado que desarbola la armonía buscada. En cambio, el bacalao con tagarninas expresa sutileza y conocimiento. El pescado (habitual por estas tierras) tanto en lascas como en callos, se mezcla con un agua de garbanzos al comino
y las tagarninas (cardo salvaje pinchudo). Un guiso de Cuaresma que se sirve templado repleto de equilibrio y completo en sus diversas texturas y gustos.
La fase final del menú pivota alrededor de carne de la zona; en este caso alrededor de la perdiz y el conejo. Juan Carlos busca concatenar sabores, como si se tratase de una única pieza musical continuada formada por varias canciones que transmiten un ritmo ascendente en su suculencia. En la primera se tiene unas almendras tiernas en pepitoria de perdiz. Sabor profundo y esa urdimbre tan característica del fruto seco tierno que rompe la continuidad del guiso.
El paté de perdiz, seña de la zona, se muestra en un eclair acompañado de cacao. El amargor de éste acompaña a la intensidad del paté de pepitoria. Un bocado técnico en un continente infrecuente y liviano para que el protagonismo recaiga en el acentuado paté. La intensidad es una antesala para el guiso de setas y conejo. Sabores de monte, de caza, de comidas en compañía. Fondo abismal, las setas aportando la terrosidad y, por otra parte, los sesos del conejo modificando totalmente la urdimbre, aumentando la melosidad. Un verdadero platazo que refleja la diversidad del menú de Vandelvira tanto en sus productos locales como en la progresión de la suculencia; desde la elegancia a la intensidad.
El pase final salado es el mole negro y morcilla. En este caso la morcilla viene revestida por un pimiento verde que aligera el conjunto. Sabores hondos. Especias, sangre, chiles y el chocolate como ese gusto al que se vuelve tras el eclaire. Un final redondo en el que se mira a la tierra, pero desde una perspectiva abierta y global. Esta es la causa por la cual se llegan a mezclas como la morcilla con el mole, la pepitoria con la almendra tierna, o el paté de perdiz mostrado en ese sutil eclaire.
Los postres comienzan con una transición entre lo salado y lo dulce. Un flan salado de setas con shitake laminado, praliné de avellanas y té matcha que nos conduce a tonos entre lo terroso y lo amargo. Más original y diverso, me resulta el boniato asado con almíbar de boniato, crema de naranja y caviar. En éste los diferentes sabores se perciben más fácilmente. Lo dulce, lo amargo y lo salado completan un postre muy notable. El remate final tira más de clasicismo con el canelé, chocolate y jengibre. Ligeros toques picantes para romper la monotonía dulce. El trío de postres se sitúa a un nivel menor que la parte salada del menú.
En definitiva, las perspectivas de futuro de Vandelvira son elevadas. Sorprende la rapidez con la que se ha conformado un restaurante de nivel. Espacio, cocina, bodega y servicio lo avalan. Juan Carlos se rodea de lo que le rodea. Observa su tierra y no duda de utilizar productos humildes como la aceituna, el cardillo, o el regaliz a los que extrae un rendimiento inusual. Por otra parte, ataca tanto la ligereza como la suculencia. La primera en los platos de espárragos o en ese bacalao, y la segunda en el póker final alrededor de la perdiz y el conejo. Sin ninguna duda, un restaurante y un cocinero a los que se debe seguir la pista porque estoy seguro que va a dar mucho más que hablar.
Vandelvira. El futuro
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